Ciudad de México, 23 de septiembre (EFE/dpa).- Amnistía Internacional (AI) denunció hoy que el “manejo negligente” por parte de las autoridades mexicanas de la investigación sobre la desaparición de 43 estudiantes hace un año expone “un escandaloso encubrimiento orquestado en los niveles más altos de Gobierno”.
La directora para las Américas de la organización defensora de los derechos humanos, Erika Guevara-Rosas, afirmó en un comunicado que este caso “ha expuesto cómo cualquiera puede desaparecer forzadamente como por arte de magia en el país, mientras quienes están en el poder se enfocan en cubrir las huellas”.
“La tragedia de Ayotzinapa es uno de los peores escándalos de derechos humanos de la historia reciente de México” y “a menos que el Presidente Peña Nieto tome acción real ahora va a continuar siendo visto en todo el mundo como el facilitador de estos horrores”, agregó.
El próximo 26 de septiembre se cumple un año de la desaparición de los jóvenes en el municipio de Iguala, estado sureño de Guerrero. Según la versión oficial, policías de Iguala detuvieron a los estudiantes y los entregaron a miembros del cártel Guerreros Unidos, quienes los asesinaron e incineraron sus restos en un vertedero de basura en el municipio vecino de Cocula.
Se trata de una versión que los padres de los jóvenes se resisten a creer y que ha sido criticada por organismos internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
“La inquebrantable determinación del Gobierno mexicano de convencer al mundo de que los estudiantes fueron asesinados por una banda de narcotraficantes y sus restos quemados en un basurero está actuando como una distracción de cualquier otra valiosa línea de investigación”, agregó Guevara-Rosas.
En particular, enfatizó, las autoridades deberían “explorar el rol de los militares y agencias responsables de hacer cumplir la ley en la tragedia después de que no tomaron acción a pesar de ser conscientes de los abusos contra los estudiantes mientras se estaban llevando a cabo”.
En este sentido, la activista de los derechos humanos planteó que si el Gobierno “está convencido de que los militares no tienen ninguna información relevante que proporcionar, ¿de qué están tan preocupados?”.
“Proteger a los soldados de las investigaciones genera alarmantes preguntas”, insistió.
La desaparición forzada de los estudiantes, según AI, ocurrió en el contexto de una crisis de derechos humanos en México con más de 26 mil 500 personas desaparecidas o cuyo paradero es desconocido en todo el país en los últimos años, casi la mitad durante la gestión de Peña Nieto, iniciada en diciembre de 2012.
LA ESCUELA QUE ESPERA
Un arco de cemento pintado en rojo, rodeado de árboles y cerros, da la bienvenida a la escuela normal “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, en el sur de México.
El lugar es tristemente conocido porque hace un año 43 de sus estudiantes desaparecieron tras ser atacados por policías. El internado alberga a unos 500 alumnos, todos ellos hombres jóvenes del campo que llegan desde distintas partes del estado de Guerrero con el deseo de convertirse en profesores de primaria.
La escuela, con sus paredes llenas de murales y frases de tono político y revolucionario, es su hogar, uno que hoy está marcado por el dolor y la insatisfacción.
“No es fácil que falten 43 compañeros. Ver las butacas vacías en las aulas”, dijo a dpa José Luis Méndez, un joven de 20 años que apenas llevaba un mes de haber ingresado a la normal cuando ocurrieron los hechos del 26 de septiembre del año pasado.
Ese día los estudiantes de la “Raúl Isidro Burgos” habían salido a reunir autobuses para una manifestación que hacían cada año a Ciudad de México para recordar la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968. A ella asisten estudiantes de otras escuelas normales, instituciones de educación superior para jóvenes de escasos recursos. Para movilizarse, suelen tomar buses de diferentes empresas, una práctica extendida entre los estudiantes que, aseguran, han realizado cada año sin incidentes. Sin embargo, ese día todo fue diferente.
Al llegar a Iguala, un municipio a unos 125 kilómetros de la escuela, los normalistas de Ayotzinapa sufrieron una violenta persecución por parte de policías municipales aliados con un grupo criminal conocido como “Guerreros Unidos”.
Algunos lograron escapar, pero 43 fueron entregados al cártel que, de acuerdo con los testimonios de algunos de sus miembros, los asesinó e incineró al confundirlos con rivales.
“Para nosotros siguen vivos hasta que no haya pruebas”, sostuvo Méndez, que sobrevivió a aquella fatídica noche. Sus palabras son compartidas por sus compañeros, todos ellos convertidos en activistas permanentes que, junto a los padres de los 43, exigen justicia al gobierno.
A un año de los hechos, la escuela ha dejado de ser solo un centro educativo para convertirse también en el centro de control de las acciones por tomar para que las autoridades sigan con las investigaciones y la búsqueda de los jóvenes. Las clases no han podido seguir con normalidad.
Las aulas sirven de vivienda para los padres de los desaparecidos, que permanecen en el lugar a la espera de nuevas noticias sin la opción de regresar a sus hogares por lo lejos que se encuentran. “Nosotros simplemente no podemos volver a clases mientras ellos no aparezcan”, manifestó Alfredo Sánchez, un estudiante de tercer año.
Para los normalistas, retomar los estudios sería igual a olvidar. Y ellos no quieren hacerlo. Despertar a las cinco de la mañana para salir a correr, desayunar y empezar las clases a las ocho era la rutina diaria en la escuela de Ayotzinapa antes de la tragedia. Ahora, los normalistas intercalan las labores de campo y cuidado de animales con las manifestaciones en Guerrero y en Ciudad de México.
Luego del 26 de septiembre “la vida en Ayotzinapa cambió a miedo. Existe miedo a la represión, pero más que miedo, es coraje”, dice otro estudiante. Su expresión de enfado se transforma cuando habla de la escuela. “Aquí todos somos una familia. Entramos siendo niños y salimos siendo hombres”, sostiene.
El concepto de familia se ve en el trato a los padres de sus compañeros desaparecidos, la mayoría campesinos que ahora pasan los días en la escuela pintando carteles, bordando telas y esperando respuestas. “Antes éramos felices con nuestros hijos”, dice con tristeza Estanislao Mendoza, padre de Miguel Ángel Mendoza, que con 33 años llevaba dos meses en la escuela cuando sucedió el ataque en Iguala.
Estanislao se dedicaba a sembrar maíz en el terreno que tiene en la comunidad de Apango, a unos 140 kilómetros de la normal. Junto a su esposa, Margarita Zacarías, dejó su hogar para vivir en Ayotzinapa. Ambos guardan la esperanza de encontrar a su hijo. “Nunca creímos lo que el gobierno dijo, que a nuestros hijos los mataron y quemaron”, manifiesta Zacarías con voz contenida, al lado de su esposo, quien asegura que cuando estuvo en el basurero donde presuntamente fueron incinerados los 43 “sentía que no era verdad”.
Padres y alumnos están convencidos de que el Ejército tiene a los desaparecidos en algún cuartel clandestino. Aseguran que hay antecedentes, casos similares, e incluso sostienen que el presidente Enrique Peña Nieto conoce su paradero.
El movimiento por los 43 normalistas ha recibido un gran apoyo, tanto de organizaciones nacionales como internacionales. Recobró fuerzas en las últimas semanas, después de un informe de un grupo de expertos designado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que desacreditó la versión oficial de la supuesta incineración en el basurero del municipio de Cocula, vecino de Iguala. “Nos da más esperanza de que nuestros hijos están vivos”, dice Estanislao Mendoza. “Al gobierno ya no le creemos nada”.